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CAPITULO PRIMERO. DE LOS DEBERES DEL MEDICO PARA CONSIGO MISMO Y PARA CON LA CIENCIA.

 

Hola, yo soy el Dr. Ligio Wilberth Pino Yunes y retomo la deontología como materia de estudio en estas 30 lecciones de las cuales esta es una, inspirado en un libro de 1852 escrito por el Dr. Max Simon. En francés y latín; Al considerar que hoy más que nunca la deontología debe ser materia obligatoria de estudio de todo Médico y de utilidad para todo paciente que por lo menos sabrá que debe esperar la próxima vez que visite a su Médico. Espero sea de su agrado y de utilidad para usted y su familia.

 

NOTA: Recuerde que la siguiente transcripción corresponde a una obra maestra de 1852 no pretende ser guía de práctica clínica, sino incrementar el acervo y el criterio, si bien en algunas cuestiones es escalofriantemente vigente.  

 

 

 

Deontología (*) Medica.

 

CAPITULO PRIMERO.

 

DE LOS DEBERES DEL MEDICO PARA CONSIGO MISMO Y PARA CON LA CIENCIA.

 

LECCION PRIMERA.

 

De los móviles que deben dirigir al médico en el estudio y practica de la ciencia.

 

Cualquiera que sea la profesión que el hombre ejerza en la sociedad, en cuanto a ser moral, debe, al entregarse a los diversos trabajos que dicha profesión exige, proponerse el doble objeto de contribuir, en lo que de él dependa, al bienestar de la sociedad en la que vive y de proporcionarse a si propio una parte del bienestar a que ha contribuido. Según que uno u otro de estos intereses predomina en las varias profesiones en que puede ocuparse la actividad individual, son estas mas o menos honorificas y colocan a los hombres que las ejercen en rango mas o menos elevado de la jerarquía social.

 

Condenar en nombre de la moral el segundo de estos intereses como un móvil indigno de la conciencia del hombre, fuera reducir la ciencia de la vida a una abstracción privada de toda influencia en la dirección de las determinaciones humanas.  Si el interés común es el objeto de toda asociación libre, el hombre al someterse a dicha condición, en dirigir en provecho de todos su individualidad, no puede renunciar al derecho de aplicar a la legitima satisfacción de su interés privado, los frutos de su propia actividad. Las Necesidades físicas, el cuidado de la familia que pesa gravemente sobre el individuo y de que el estado no podría haberse hecho cargo, sin dar un ataque funesto a la constitución moral del hombre, estarán siempre fuera de las percepciones de una moral, que solo establece un objeto para la actividad humana, el bien general, y no admite mas que un principio de acción, la idea abstracta del deber.

 

      (*) Bentham fue el primero que empleo esta palabra, para significar la moral o la ciencia del deber.

 

Este interés es el que guía sobre todo a la mayor parte de los hombres al elegir las profesiones en que se compone la maquina social; y en las subalternas, que exigen el empleo de las fuerzas físicas mucho mas que las de la inteligencia, este interés es el único móvil que impulsa al hombre a concurrir a la obra común, por el libre desarrollo de sus facultades. Sin embargo, en estas mismas condiciones, los cuidados de la familia fecundan en el corazón una multitud de sentimientos que le separa del egoísmo de los intereses puramente personales, y mantienen en una vitalidad preciosa el germen del sentimiento mas generoso, que la mano de dios sembrára en la conciencia humana. Cuando algunos modernos innovadores, inspirándose con el pensamiento desgraciado de uno de los mas sublimes ingenios de la humanidad, proponen emancipar al hombre del pesado yugo de la familia, para que pueda entregarse absolutamente a la patria o a la humanidad, una multitud de objeciones se presentan por si propias para combatir una doctrina que ha hecho ya delirar a tantas imaginaciones exaltadas. Hay sobre todas una, que funda en una de sus bases mas solidas en la apariencia, esta doctrina funesta. Que hombres cuya inteligencia a sido con esmero cultivada, se ha formado con el amor del bien, con la práctica del desinterés, y bajo la disciplina de una severa moral puedan olvidarse de la influencia moralizadora de la familia, lo concebimos, por que su virtud se alimenta de una fuente mucho mas pura que aquella de donde derivan el instinto y el sentimiento. No sucede lo mismo cuando descendemos a las clases inferiores de la sociedad, en que los hombres, condenados a un trabajo puramente manual, solo desean asegurarse las necesidades de la vida. Cuando en ellas la fe religiosa no combate incesantemente en el fondo del corazón contra las imperiosas investigaciones del egoísmo, el amor a los hijos es la única distracción de una individualidad abismada en la preocupación exclusiva de su interés, y el único vehículo que conduce las ideas del deber y del sacrificio a estas almas solitarias. Lejos pues de ser preciso, en el interés del progreso social, emancipar al hombre de la conservación y de cuidados de la familia es menester mas bien cultivar, desenvolver, fecundar la influencia eminentemente moralizadora que de ella deriva, como fuente mantenida siempre por el movimiento natural de la vida, y la única en que clases inferiores de la sociedad al hombre del culto egoísta del individuo. La vida de la familia, que por fuerza de las circunstancias fue para la sociedad el fácil aprendizaje de la vida social, es aún hoy día útil noviciado de la abnegación recomendada por las exigencias de una sociedad, en que tan distintos intereses se acumulan y complican. Pero si en el ejercicio de las numerosas profesiones subalternas que entran en el mecanismo social, se emancipa poco a poco el hombre de la preocupación del interés común y se propone ante todas las cosas por objeto asegurar con su trabajo su bienestar y el de su familia: si aun en funciones de un orden mas elevado y que rozan con más graves intereses, el hombre, solo por serlo, antes de ser ciudadano puede legítimamente proponerse el mismo objeto, un deber imperiose viene a limitar este derecho, y a imponer al hombre colocado en la más alta jerarquía de las inteligencias, obligaciones mas vastas, que se regulan por el poder que tiene de contribuir a la felicidad de sus semejantes.

 

Las profesiones, llamadas liberales, por que no pueden ser ejercidas sino por hombres libres, no son hoy en día signo de nobleza o de emancipación; pues gracias a los progresos de las instituciones, la libertad se ha hecho un patrimonio inviolable de todos. Estas profesiones solo establecen un privilegio en favor de los hombres que han dedicado con actividad a ellas por la cultura de su inteligencia; y es el de un mayor interés por el bien común. Solamente después de haber germinado este principio de igualdad en el seno de las sociedades modernas para transformarlas, pueden justificar y sostener la distinción de que son objeto. Las disposiciones especiales, la superioridad de inteligencia, la delicadeza de los sentimientos que las profesiones liberales suponen en los hombres que las han escogido espontáneamente; todas estas cualidades no justifican una distinción, según la moral social, sino a condición de que estén ligadas a una virtud que es la abnegación. Cuando han contraído esta noble alianza en un corazón generoso, es cuando constituyen solamente en el hombre una superioridad real, y digna al mismo tiempo de una distinción meditada.

 

Pronunciase quejas todos los días (y entre los hombres dedicados a las profesiones liberales, los médicos son los que principalmente las propalan), pronúnciense quejas, decimos, al ver en estas profesiones perder en la estima y consideración de los pueblos, y rebajar el rango a que parece llamarlas la incontestable superioridad de quien las ejercen. Sencilla es por demás, obvia la razón de esta decadencia, y consiste en que entre los hombres que siguen tan honorificas carreras hay pocos que sean movidos por el principio de acción a que solo se debe honrar la sociedad, que es la idea del deber, y el deseo del bien común. El interés personal es el móvil a que obedece la mayor parte, ¿y es extraño que bajo tal régimen moral las profesiones mas veneradas hayan perdido aquella aureola de dignidad que era como el destello de las virtudes que los hombres practicaban en la augusta misión que ellas confieren? Nada hay aquí de maravilloso: lo maravilloso será lo contrario. Si desconociendo las sagradas obligaciones que les impone la superioridad de inteligencia que han adquirido, o que la mano de Dios ha escrito en sus frentes privilegiadas, los hombres que siguen estas carreras, solo se proponen por objeto la fortuna, ¿qué les debe desde entonces la sociedad? A ellos nada; pero así propia una cosa y es la de precaverse, si le es posible, contra los escollos que pueda para ella surgir de este extravió de las mas nobles facultades del alma, y de prevenir con severas medidas los numerosos abusos en que necesariamente han de caer los que solo obedecen a las inspiraciones de tan vergonzoso egoísmo.

 

Entre los hombres que hoy en día siguen la carrera de las profesiones liberales,  hay aun sin duda, un buen numero que comprendan y llenen sus obligaciones para con la sociedad: que comprendan que la ley moral al prescribirles el interés común por el principal móvil de sus acciones, les conduce a la verdadera dignidad que debe siempre comenzar por la propia estima; pero el resplandor que debiera derramar la virtud de estos hombres honrados sobre la clase a la que pertenecen, se oscurece entre el baldón de los que trafican con la ciencia y la superioridad de su posición, en provecho del egoísmo, como si hubiese una solidaridad mayor entre los vicios de los hombres  que entre sus virtudes.

 

En todas las carreras profesionales que suponen en los que abrazan un gran desarrollo en la inteligencia, (1) la única regla de conducta que esta a la altura del hombre, es la idea abstracta del deber, de la cual es resultado lógico el deseo del interés común. El hombre de inteligencia no vive mas de ambrosia que el artesano, porque las necesidades físicas de la vida parecen crecer en razón directa del desarrollo intelectual, ¿Cómo la ley moral severa, que ha de imperar sobre los actos del hombre, se concilia con la satisfacción legitima de estas necesidades? Por esta otra ley, cuya realidad nos muestra diariamente el movimiento de las cosas humanas, y es la coincidencia casi constante del interés general y del privado. Aun cuando por la injusticia de los hombres o por una cadena de circunstancias fatales, el que se hubiere consagrado a la sociedad se viera privado de la posición a que sus servicios le dan derecho de aspirar, ¿no encontraría alguna compensación en los goces íntimos de la conciencia, que ya no buscamos, por que hemos perdido su sabor?  En la noble inscripción de Fabricio D´Acuapendente, tenia colocada sobre la puerta de su gabinete: lucri neglecti lucrum , también estaba la parte de sentimiento del bien que había obrado.

 

(1)    Cuando hablamos de superioridad de inteligencia de los médicos, no es nuestro animo de suponer que todos ellos sean genios sublimes: hablamos solo de su superioridad relativa, y admitimos muy contentos lo que de ellos decía J.J. Rousseau, ´´Si yo hiciese una nueva edición de mis obras endulzaría lo que he escrito acerca de los médicos. No hay carrera que exija mas estudios; en todos los países son los hombres más verdaderamente sabios.

 

Por otra parte, cualquiera que sea en este concepto la prohibición de esta sensualidad moral, cuando la inteligencia a llegado al grado de desarrollo en que la ley del deber pueda ser concebida por su estricta autoridad, ella se impone al hombre como una obligación de que nada puede emanciparle, y el interés privado no debe exigir la satisfacción legitima de sus exigencias, sino como el beneficio de la ley que antes hemos indicado. El eudemonismo (1) no puede traspasar estos limites sin caer en el grosero culto del individuo.

 

(1)     Sistema que consiste en reconocer al bien estar como móvil supremo de todas las acciones.

 

No nos extenderemos más en estas generalidades: nuestro objeto no deberá ser discutir el valor filosófico de los diversos móviles que pueden dirigir al hombre en la vida. Tratamos solamente en el caso particular a que circunscribimos nuestro estudio, supuestas las obligaciones del médico, a determinar cuales son de estos móviles a los que debe obedecer, para que pueda con mas seguridad llenarlas. Ahora bien, el principio normal, la regla superior de la conducta del medico en la practica de la ciencia, debe ser el sentimiento del deber, sobre todo.

 

En efecto, si se pudiesen admitir grados en el imperio con que una ley moral impone sus prescripciones a la conciencia humana, la medicina se distinguiría sin duda entre todas profesiones liberales, como aquella en que la abnegación personal, el sacrificio parecen estarle más imperiosamente encomendados en pró del interés general. Sobre todo, en la práctica de tal ciencia, el hombre debe despojarse de todas las preocupaciones de la personalidad y amoldar su conducta a los principios más elevados. cuando la enfermedad viene a herir al hombre, este deposita todos los intereses que se ligan a su existencia, intereses morales, intereses materiales, toda la fortuna de su destino, en las manos del medico que ha elegido para confiarle el cuidado del restablecimiento de la salud ¿y podrá serle jamás permitido al médico, que ha comprendido la gravedad de tal misión, mezclar la consideración de su interés con intereses de un orden tan elevado? Aun cuando la enfermedad no arrastre consecuencias tan graves; aun en el caso de que no ponga la vida en peligro ¿no es siempre para el hombre una prueba dolorosa, cuyo espectáculo debe aprisionar en las regiones bajas del corazón, todo movimiento interesado?

 

Bien, sigamos al medico en las delicadas situaciones a que puede conducirle el ejercicio de su profesión: bien, haciendo abstracción de su propia dignidad, le consideramos como el instrumento de una ciencia que responde a una de las necesidades mas imperiosas de la humanidad, el sentimiento del deber es solo el móvil que puede con seguridad guiarle siempre en el difícil camino que se abre delante de él. Admitido en el interior de las familias, depositario de secretos que le son voluntariamente confiados, o que le revelan las indiscreciones de la enfermedad; habituado a leer en el corazón del hombre, que, para él, tanto en lo moral como en lo físico, se ha hecho casi diáfano, el medico ve al desnudo la vida intima de la sociedad: puede, en el orden material como en el orden moral, comprometer los mas graves intereses, cuando una alta virtud no le defiende contra los malos consejos del egoísmo. El reconocimiento, en cambio de una confianza que lo eleva en su propia estimación; el honor, que debe sellar en su conciencia el secreto que le ha sido confiado, o que es indiscretamente descubierto; el interés de su porvenir, que con frecuencia manda al médico en el mismo sentido que la ley moral, protegerían mal tan graves intereses, contra las paciones y los sofismas de la personalidad.

 

Aun cuando sea frecuente para el médico encontrarse en las delicadas situaciones que acabamos de suponer, sin embargo, no son sino accidentes de su vida profesional, y que las relaciones sociales hacen nacer mas o menos frecuentemente en la mayor parte de los hombres; pero no es lo mismo cuando se ocupa de las obligaciones de su profesión propiamente dichas. En este caso el medico deja, si podemos decirlo así, de pertenecerse: es el ente esencial de la sociedad; es al mismo tiempo Dios y Esclavo de todo el que sufre. Esta Dualidad no es una simple metáfora en nuestra pluma, a la vez entusiasta y parcial: es la representación de la realidad; pues los deberes del médico en la sociedad le son de cierto modo impuestos bajo este doble título. El hombre a quien tiene la enfermedad encadenada sobre un lecho de dolor, y que sustrae por algún tiempo de los placeres o obligaciones de una ocupación grave, no admite los limites de la ciencia; pide la salud y la vida como un derecho que no debería serle disputado, y el medico a quien ha llamado en su aflicción, debe conjurar el peligro que amenaza a la una y a la otra. Este Dios de los días desgraciados, es cierto que vendrá a ser bien pronto un simple mortal: la ingratitud no tardara en derribar el pedestal sobre el que el temor le colocó: entretanto es necesario que concluya su obra y cuando la haya concluido será preciso que, como Dios Destronado, soporte noblemente la injusticia de los hombres. Por lo demás, el médico sabe a que ha de atenerse acerca de esta apoteosis que le decretan los enfermos, trémulos bajo la impresión de los terrores febriles de la muerte: juzgando filosóficamente estas alucinaciones del amor de la vida: apreciando mas fríamente el poder de la ciencia que estudia y que debe hacer efectivo por el arte, cuanto más conozca que una y otro tienen limites, más debe esforzarse en ensancharlos al realizar su destino. Para llegar a tal objeto es necesario un trabajo tenaz; sin tregua. La practica médica, a no degenerar en puro empirismo, no es la simple aplicación de algunos corolarios de la ciencia; es toda entera, es la ciencia en acción. Así cuando después del rudo noviciado que debe prepararle a la misión que esta le impone; cuando después de haber gastado los mas bellos años de su vida en un estudio que la lóbrega poesía de los hospitales y del anfiteatro, para responder a todas las aspiraciones del un alma virgen que no ha principiado a vivir: cuando después de esta espinosa iniciación, decimos, el médico entra en el terreno de la práctica, los mismos estudios comienzan de nuevo, en las diferentes y complicadas condiciones de la esclavitud de una profesión que coloca a lo que la ejercen a merced de todos.

 

La enfermedad mas ligera reclama la mas seria atención, la aplicación de todas las fuerzas de la inteligencia, porque puede degenerar en una afección que comprometa inmediatamente la existencia. Además de una ciencia que se propone la solución de los mas amplios y complicados problemas, debe, como todas las otras, tener tener todavía cierto número de incógnitas por despejar. La marcha de la civilización, los progresos de las instituciones, la represión de ciertas tendencias, la excitación de algunas otras bajo la influencia de ideas que nacen o que mueren en el mundo, hacen variar incesantemente la constitución de la atmósfera física y moral en que el hombre está llamado a vivir. ¿No son estas otras tantas circunstancias que al mismo tiempo que explican la movilidad de la ciencia sobre algunos puntos de doctrina, imponen al médico la obligación de un continuo estudio, de una meditación de todos los instantes, si quiere seguir en todas las vicisitudes de su condición, al hombre cuya salud tiene la misión de dirigir? Por mas imperioso que sea el instinto que ata al hombre a la vida, y por mucho su cuidado en sustraerse a la acción de las causas que pueden turbar su armonía, la caridad previsora del médico, en un gran numero de casos, debe adelantarse a la prudente solicitud del instinto de conservación. En este caso el higienista debe en lo que de él dependa, hacer inútil la intervención del médico; y en estas o parecidas circunstancias, ¿Qué lucha no debe haber en el espíritu de los hombres llenos de preocupaciones interesadas? Y nosotros debemos apresurarnos a decir que no hay un solo médico que dude en casos análogos, en hacer callar su interés privado, y que no se preocupe exclusivamente con el de él hombre que ha puesto en él su confianza. ¡´´ojalá nos fuere posible, dice el buen Plutarco, cuando nos retiramos a dormir o a descansar, prestar a otros nuestra vista, nuestro oído, ´´ y yo digo más, nuestra prudencia y nuestro aliento (1)!  Todos los médicos en mil circunstancias de su vida han experimentado este pesar; expresión admirable de una sincera filantropía. Esto es tan sencillo que acaso no hubiéramos debido hacer esta advertencia; pero la sociedad, que no nos comprende, mezcla alguna vez la odiosa imputación de un pensamiento calculado, a los sarcasmos con que procura cubrir su ingratitud; y por lo mismo hemos decidido protestar inmediatamente contra esta prevención injuriosa.

 

Seguid con el pensamiento al médico por todas las situaciones a que le llaman las exigencias de su trabajosa profesión; seguidle en el palacio del rico, o en la choza del pobre: entre los miserables artesanos a quienes falta el aire, o entre los campesinos que solo tienen aire: seguidle en medio de las epidemias que en torno suyo diezman la población, o en medio del contagio donde puede por todos sus poros absorber el miasma funesto: delante de los tribunales donde su docta palabra puede servir o comprometer los intereses mas elevados de la sociedad o del individuo: seguidle, en fin, en las numerosas direcciones a que su misión le conduce sucesivamente y siempre le encontrareis en presencia de las obligaciones más difíciles. Ahora bien, la idea abstracta del deber, y el principio absoluto de la obligación moral son solo capaces de mantenerlo a la altura de su destino. Solo aquel que arregle su conducta a la dirección de este móvil superior, hará al arte igual a la ciencia y desconocerá las vacilaciones de un sentimiento que se alimenta de fuentes menos puras. El hombre que se someta a este régimen moral contraerá un hábito de virtud y de abnegación que le hará fácil su deber, siempre que éste se halle en oposición con alguna de las numerosas pasiones de la personalidad. Intentad sustituir un móvil interesado al principio activo que hace falta del sentimiento del deber, y la ciencia se paralizara por faltarle estimulo y objeto. Hay desde entonces trabajos privilegiados; estos son los que mas vivamente excitan la curiosidad científica o prometen satisfacer intereses todavía menos nobles. En cuanto a los padecimientos vulgares y a los vulgares pacientes la ciencia no puede rebajarse sino por puro bien parecer, y no puede dedicarles sino una leve atención.     

 

Con todo, la idea abstracta de deber, considerada como principio regulador de la conducta moral del hombre, no será prescrita sino a las inteligencias más distinguidas y suficientemente autorizadas, y dejará sin dirección a un número infinito de conciencias, cuando pretende dirigir solo las determinaciones de la voluntad humana. Lo repetimos, el médico debe en la practica de la ciencia, que crea para las relaciones tan delicadas con respecto a la sociedad, ser impulsado constantemente por el sentimiento del deber. La santidad del objeto que el arte se propone debe excluir todas las preocupaciones de la individualidad. hay sin embargo algunos otros móviles por los cuales debe igualmente dejarse dirigir. Colocaremos entre estos estímulos morales la simpatía, que nace tan naturalmente en el corazón del hombre en presencia de los sufrimientos de sus semejantes. Nacida a la vez del horror instintivo que sentimos por el ajeno dolor y de la conmiseración que despierta en nosotros la expresión de la angustia febril de los demás hombres, La medicina considerada como ciencia de aplicación, puede sin duda alimentarse siempre de un sentimiento que la reviste desde su origen de tan noble carácter. Pero procediendo en parte de la impresionabilidad nerviosa, este sentimiento se agotará bien pronto en el corazón del médico, por su acción continuada, si no se alimenta en un manantial a la vez mas puro y mas fecundo. Este manantial, al que la simpatía debe acudir incesantemente, es el amor de los hombres; es la caridad. si este sentimiento ha de extinguirse un día en el corazón humano, en el corazón de los médicos deberán hallarse sus ultimas huellas. El continuo espectáculo del dolor debe tender y tiende en efecto a embotar esta impresionabilidad nerviosa de que hemos hablado; pero esto es antes un bien que un mal, porque, si el médico lleva al ejercicio de su profesión esta exquisita sensibilidad, que no permite a ciertos individuos ver correr la sangre, o en los cuales, por un instinto de imitación que subyuga la voluntad se repiten como en espejo fiel todos los tormentos del dolor, es claro que la obra de la ciencia se hará imposible. Por injusta que sea la acusación de dureza que la sociedad, acostumbrada a juzgar al hombre por su apariencia, dirija al médico, esta fundada en el hecho mal interpretado de que acabamos de hablar. Tanto más debe el médico esforzarse en cultivar, en desenvolver en su corazón el elemento moral de la simpatía, cuanto mas poderosa sea la influencia que el habito ejerza sobre el elemento físico de este sentimiento. ¡Desgraciado el medico que no ame! Por que la inteligencia se atrofia cuando le falta el impulso del corazón, y la sociedad no encontrara en el mas que un instrumento incompleto del arte. Nosotros que sabemos que la ciencia pierde una gran parte de su poder cuando no esta animada por el amor sagrado de la humanidad; nosotros que sabemos que en este sentimiento solo es en donde podemos encontrar esta solicitud, esta ternura, este afecto con que debemos rodear a los que sufren, para asegurar la eficacia del arte, cultivemos en nuestros corazones este germen precioso, que la mano de Dios ha depositado en ellos y seamos religiosos para amar con mayor pasión.

 

´´La religión, ha dicho uno de los hombres cuyo talento honra mas a la humanidad, queriendo reformar el corazón humano y convertir en provecho de las virtudes nuestras afecciones y nuestra ternura, ha inventado una nueva pasión, y no se vale para expresarla ni de la palabra amor, que no es suficiente casta, ni de la piedad, que se acerca mucho al orgullo: ha encontrado la palabra caridad, que tiene algo de celeste.   

 

Por eso nos enseña esta virtud maravillosa, que los hombres deben amarse por medio de Dios que espiritualiza su amor y no deja sino la esencia inmortal que le sirva en su camino (1). ´´

 

(1)    Chateaubriand.

 

No, no solo es posible que el hombre que es llamado a derramar sobre la sociedad los beneficios de una ciencia tal como la medicina pueda cumplir su obra y sin amor y sin el sentimiento del deber, que imprimen solos, en provecho de los que la aplican, como en provecho de los que reciben sus beneficios, un carácter moral. En tanto que el médico no sienta en su corazón uno u otro de estos sentimientos, no es más que un instrumento pasivo del arte, abdica su mas noble prerrogativa, y no tiene otro derecho al reconocimiento de sus enfermos que el que tiene el remedio que los cura, desenvolviendo sin su propia conciencia su actividad natural. Para el ser moral, es una cosa casi tan desgraciada como hacer el mal, hacer el bien sin intención de hacerlo; sin hacer fecunda su obra en su pró, por el pensamiento del deber o la delicada sensibilidad del amor. Entre las numerosas causas que han concurrido en los tiempos modernos a la decadencia del arte mas digno del respeto de los hombres, es necesario colocar en primera línea este espíritu mercantil, que arrastra visiblemente a cierto número de médicos y que reduce la ciencia de las enfermedades a no ser mas que como la antigua química espagírica, una piedra filosofal, una rebuscadora de oro. ´´ En el mundo, dice Zimmermann, se hace mucho bien por Deber: el sacerdote instruye y consuela, el juez hace justicia, el medico ve a los enfermos que trata bien o mal, todo por humanidad, dicen estos señores. Todo esto es falso. Se consuela, se administra justicia, se trata a los enfermos, no por obedecer a una inclinación del corazón, sino porque es preciso, por que son llamados a este, por que el uno lleva el habito negro, por que el otro pertenece a un tribunal, por que el otro ha colocado sobre su puerta tal o cual muestra. Vuestra humanidad, esta palabra que me choca siempre y por la cual empiezan muchos miles de cartas que se me han escrito, no es otra cosa que un estilo de moda, una adulación, una fría mentira. La humanidad es una virtud, una nobleza de alma de primer orden, y debéis saber que yo hago tal o cual cosa por virtud y no porque sea necesario que la haga´´ (1).

 

(1)    Tratado de la soledad pg.480

 

La misantropía hipocondriaca del solitario de Bruggle ha cegado evidentemente cuando se le escapa este arrebato filosófico. La sociedad no es bastante prodiga en sentimientos generosos hacia nosotros, para que usemos tal rigorismo cuando nos reconoce la humanidad. No es cierto por otra parte que en la boca o bajo la pluma del hombre que sufre, este homenaje a la benevolencia, a la caridad del médico, sea siempre una vana formula de política, o una fría adulación: el sufrimiento desenvuelve en el corazón una especie de candor que inclina al hombre a creer en la realidad de los sentimientos que tiene interés de encontrar en sus semejantes. Alguna vez puede suceder que esto no sea sino una ilusión por la cual el egoísmo abusa de si, y que no tardara en desvanecerse; pero sepamos ser generosos; aceptemos, sin ponerle precio, este homenaje del miedo o de un afecto o en realidad sentido: es un crédito sobre el reconocimiento que nunca vencerá. Guardémonos también al mismo tiempo de desnaturalizar la idea del deber, como lo hace el autor que acabamos de citar, y de hacerla consistir simplemente en el arte de armonizar su conducta con el traje, la muestra rotulada o el bastón. No nos burlemos cuando se trate de cosas tan santas.

 

Por lo demás seria mostrarnos injustos hacia la memoria de uno de los hombres que mas honor han hecho a la ciencia, por la extensión de sus conocimientos como por la dignidad de su carácter, dejar que se suponga que no se traen a la practica de esta ciencia sino fríos cálculos de la personalidad.

 

Zimmermann comprendió los deberes añejos del sacerdocio con que el medico este revestido. Herido de una afección proteiforme, la hipocondría, que no deja ver el mundo sino por el prisma de las alucinaciones del sufrimiento, acaso no amo lo bastante, para hacer de la caridad el móvil de su conducta; pero cristiano y dotado de una elevada inteligencia, rechazaba la abyecta doctrina del egoísmo y reconocía que solo el sentimiento del deber puede dirigir al medico en el camino que tiene que recorrer.

 

No nos cansaremos de repetirlo: esta enseñanza moral, que coloca la conducta del médico bajo la dirección de tal sentimiento o del de la filantropía, es la que únicamente puede mantenerlo a la altura de su misión. esta doctrina se liga también con una ciencia que tiene por objeto prever y combatir las enfermedades del hombre, que aquellos mismos que por cobardía o por falta de elevación de sus sentimientos caminan bajo el impulso del egoísmo, no osarían ciertamente confesar tales principios. Algunos discípulos de Hobbes, de Helvecio, de Lametrie, etc. Han podido querer ingerir en la ciencia de los anfiteatros, la doctrina monstruosa de sus celebres maestros: han podido en teoría intentar descubrir cuantas ventajas abría en poner en práctica concienzudamente el egoísmo y en que el hombre, como el animal, siguiese con todas sus facultades en busca del único objeto de la vida, del único bien, el deleite. (1).

 

(1)    Ved el Repertorio general de ciencias médicas. Tomo 27 art. Psicología y otro libro que se titula Del hombre animal.

 

Pero estamos convencidos de los que así piensan como hombres, como médicos honrados son conducidos en la práctica de la ciencia por principios diametralmente opuestos a los que profesan en teoría y que su filosofía está en abierta oposición con su conducta. Esto sucede porque hay en el hombre que sufre una aureola de dignidad, una majestad de tristeza que elevan al alma sobre estos malos pensamientos y vuelven a llamar el sentimiento de la piedad y del deber al corazón del medico que hubiese olvidado una y otro: sucede por que la medicina no es sino accesoriamente una ciencia, que no se tiene a si misma por objeto; que no es un medio, sino un modo de la caridad.

 

Cuando el medico en razón de la superioridad de su inteligencia o de los cargos con que este revestido debe ir más allá de las simples aplicaciones de la ciencia, cuyos limites este llamado a ensanchar, o cuyos dogmas debe exponer, bien en obras especiales, bien por medio de la enseñanza; como es el mismo el objeto que propone alcanzar en esta nueva dirección. Debe sin duda marchar bajo el impulso de los mismos móviles, y cuando su palabra haya de tener más eco y extensión, mas necesario es que este animada de una intención pura y generosa. No se trata aquí de una de esas ciencias de mera teoría que carecen de práctica, o a lo menos no rozándose por sus aplicaciones sino con intereses de un orden secundario, pueden de cierto modo recibir de la poesía la libertad de sus inspiraciones. En las ciencias medicas toda idea falsa, toda concepción aventurada, toda afirmación prematura, puede conducir a una practica inmediatamente peligrosa. El formidable problema de Shakespeare esta siempre mas o menos implicado en estos juegos del pensamiento. La fortuna del error es por demás brillante entre los hombres, y seria en vano esforzarse en detenerla en su origen. Que los médicos, pues, que aspiran a dar impulso a la ciencia o a popularizar sus doctrinas, purifiquen el santuario de su conciencia y proscriban de ella generosamente todo móvil interesado, o a lo menos subordinen siempre al principio del deber o de una sincera filantropía.

 

Los numerosos errores que brotan sucesivamente en el abundoso terreno de la ciencia no deben solo ser impulsados a la ignorancia del espíritu: contribuyen a ello y no poco a las malas pasiones, la vanidad, el orgullo y los deseos inmoderados. Estas pasiones que, como un aura funesta, parten del corazón, oscurecen la inteligencia y eclipsan la verdad en medio de una especie de vértigo. ´´Santificad vuestra alma como un templo, ha dicho una mujer ilustre, y el ángel de los nobles pensamientos no se desdeñará de venir a ella. ´´       

 

El Dr. Mr. Requin en una prefación, algo extravagante, que precede a la obra que acaba de publicar (1) dice, que importa poco al publico saber si se escribe pro fame o pro fama.

 

Nosotros con el perdón del autor diremos que importa mucho. Ni el hambre, ni el deseo de renombre podrían ser las musas de la ciencia de los padecimientos humanos. Las alucinaciones de la una, y la vanidad que supone la otra son malos consejeros, y el hombre que se colocase bajo su inspiración exclusiva, no tendrá ninguna razón para privarse de la idea de las teorías aventuradas, siempre más fáciles de establecer que la verdad, cuando creyese por ellas cautivar la atención pública.

 

´´Broussais , dice Mr. Mignet, enseño en su noble y peligrosa profesión este celo de la disposición natural y de la pasión que le arrastro, si se puede decir así, al sentimiento del deber, cuyo principio es mas meritorio, pero cuyos impulsos son alguna vez menos activos y los resultados menos fecundos (2).

 

(1)    Tratado de patología medica: Primer volumen, Prefacio, Parte tercera.

 

(2)    Elogio de Broussais, Pronunciado en la academia de ciencias mórales y políticas.  

 

Apoyarse en la vida científica de Broussais para establecer la superioridad de la pasión sobre el sentimiento del deber, considerado como móvil del espíritu en el cultivo de las ciencias médicas, es echar mano de un ejemplo a lo menos poco favorable a la tesis que quiere sostenerse. Broussais, dotado de un talento incontestable, comprendió admirablemente la naturaleza de ciertas lesiones: demostró que la vida no se osifica, y permítasenos la expresión, y que esta debe ser estudiada como la actividad mórbida, no como un simple traumatismo cadavérico. He aquí que su ingenio le hizo, no inventar, pero si reconocer claramente en medio de las doctrinas modernas, que parecían haber tomado a su cargo oscurecer estas sencillas verdades. Pero la pasión misma que le animo en sus elucubraciones científicas y en apoyo de la cual su palabra incisiva derramo tanta ironía, hiel e insultos, extravió su talento y le hizo ser infiel a la verdad. Cuando establece que casi todas las enfermedades se pueden reducir a un solo elemento morboso, la irritación, se equivoca: cuando escribe que el colera morbo es una gastroenteritis, falta a la verdad, y en los dos casos la pasión entorpece a la inteligencia y le extravía. Haced revivir con el pensamiento a este hombre poderoso; pacificad su alma haciendo verted en ellas algunas gotas de amor, o sustituyendo con el entusiasmo del bien la infatuación del egoísmo y los hechos se le presentaran bajo su verdadero punto de vista y la ciencia continuara al impulso enérgico de su talento.

 

Paracelso, J. Cardan, y otros cien médicos han declarado en sus libros no haber sido guiados en su profesión sino por las pasiones de la personalidad, y el terreno de su ciencia esta obstruido de abortos, de sofismas mentirosos fastuosos erigidos en teorías, pero que han bastado para asegurar a sus autores aquella gloria efímera, con que se contenta su egoísmo, pequeño hasta en el orgullo. ¿De qué estimación gozaran hoy día estos hombres de los que el primero pretendía que su cerviguillo sabio más que Hipócrates y que Galeno, y el segundo acuso a su madre de haber intentado abortar cuando lo llevaba en su seno? El Orgullo procura más bien sorprender a la posteridad, que ilustrarla, y por este camino no se llega a la verdadera gloria.

 

Sin embargo, ¿se ha decir con esto que mas servicios han hecho a la ciencia, no hay alguno que desmienta la opinión que en este momento sostenemos? Lejos estamos de pretenderlo. Por otra parte, la historia técnica no desciende al análisis de las intenciones morales, cuando sigue en cualquiera dirección científica el desarrollo de la inteligencia humana. Sin aventurar solución alguna a esta cuestión, nosotros solamente pretendemos que deben la filantropía y el sentimiento del deber, ir más allá en la ciencia que la curiosidad y el orgullo: que aquellos dos sentimientos no deben de estar ausentes del corazón del hombre que estudia la ciencia de las enfermedades, o que trabaja por ensanchar sus límites. Crear aquí el arte para el arte, seria una verdadera impiedad: non luditor de corio humano.   Hipócrates admite este móvil: entonces el cristianismo no había resplandecido aun sobre la sociedad. El Tiempo en que vivió le justifica de haber hecho de la ciencia, según la expresión de Asclepiades, una verdadera meditación de la muerte, του οάβατου μεύετν .

 

Esta obra del padre de la medicina, aunque haya servido sin duda alguna al desenvolvimiento ulterior de la ciencia, no podría hoy sin impiedad se aplicada de nuevo.

 

El movimiento de las instituciones no haría cambiar en nada las austeras prescripciones de la moral, que manda al medico no cultivar la ciencia ni practicarla, sino bajo la inspiración de sentimientos elevados. ´´ En los países aristocráticos, dice M. de Tocqueville, hay elevación en el espíritu; desdén por las cosas bajas: esta tendencia se transmite a los que cultivan las ciencias. Lo hacen desinteresadamente: por amor a la verdad se va a la teoría. En los países democráticos se atiende a las aplicaciones y se cultiva las ciencias con relación a sus ventajas´´ (1) al través de la actividad febril que los médicos despliegan en el circulo de su especialidad científica, no es difícil reconocer que el móvil democrático indicado por el ilustre publicista que acabamos de citar, es principalmente el que los dirige: por que creer en el amor a la gloria anima a este tropel de escritores que surge día a día, no es posible. La sociedad no tendría bastantes coronas para tanto candidato a la inmortalidad. Sobre todo, aquí este móvil es indigno de la ciencia a que se aplica, y la ciencia contemporánea vendría a esterilizarse, si algunos hombres no empleasen en su servicio pasiones mas nobles, mas generosas. En el perfeccionamiento de una ciencia como la medicina es en donde la caridad debe inflamar la inteligencia y ayudarla con su abnegación. Es tan necesario que las inteligencias privilegiadas que siguen esta dirección abran su corazón a este sentimiento, como a la practica del arte propiamente dicho. ¿Cómo el amor de los hombres no abría de iluminar al talento en el cultivo de una ciencia que apenas se concibe sin este amor? ´´la caridad nos demanda, dice Van-Helmont; el deseo busca y las necesidades despiertan en nuestra alma la conmiseración. Así es dado el entendimiento. Charitas orat, desiderium quaerit, et necesitates ex commiseratione in anima Pulsant: sic datur intellectus´´(2)

 

  

 

(1)    De la democracia en América: influencia del espíritu democrático en el desarrollo de las ciencias. Tomo IV.

 

(2)    Citado por Mr. Buches: Ensayo de un tratado completo de filosofía, considerada bajo el punto de vista del catolicismo y del progreso: tomo II pag 193.

 

Sala de espera del médico, de Vladímir Makovski
Sala de espera del médico, de Vladímir Makovski

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